Daria, la muñeca rusa. Una historia “de otro mundo”.

Un encuentro soñado en las noches blancas de San Petersburgo.

Hay encuentros que parecen improbables, casi imposibles, y sin embargo suceden. Daria es uno de ellos.
No recuerdo con exactitud cuándo fue el primer mensaje, creo que alrededor de 2010 o 2011, cuando apareció en mi Facebook con el pretexto de practicar español. Ella desde San Petersburgo, yo desde Rosario. Al principio eran palabras torpes, traducciones a medias, pero la curiosidad fue más fuerte.

Foto de Autor: Edu Ojeda

Yo no estaba interesado en el idioma ruso, aunque siempre me llamó la atención ese país, como tantos otros, por su historia y su cultura (desde ya dejo en claro que estoy en contra de cualquier guerra, de lo que está pasando con Ucrania y las tensiones en la región).

Así, con pocas palabras y sin la mejor traducción entonces, comenzamos a interactuar, contarnos un poco de la vida, de nuestras costumbres, de la cultura de cada uno. Siempre me gustó conocer gente, y más si eran de otros países. Todo esto fue justo antes de que saliera por primera vez del país; la curiosidad por otros lugares y culturas ya estaba sembrada.

Ella me contó que, además de español, estudiaba una carrera relacionada con Cultura. Nunca entendí bien el título, pero sé que hace unos años se recibió.

Daria es muy reservada, ante todo. Si bien es súper dada y con el tiempo forjamos una confianza notoria, al principio no era de hablar de su vida personal, lo poco que cuento acá es lo que se que puedo. En principio conversábamos sobre el mate, comidas típicas rusas, el clima helado, algo de política, aunque muy por arriba.
Siempre tuve curiosidad por la Unión Soviética; ella nació después de la caída del muro y de la disolución, por lo que no vivió esa etapa, pero sí la transición. Su familia, en cambio, sí atravesó esos años. Es loco pensar que solo conoció tres presidentes en su vida, mientras que nosotros tuvimos cinco en apenas unas semanas (ver Crisis del 2001 en Argentina: los 5 presidentes en 11 días).

Por entonces alquilaba un departamento en San Petersburgo, aunque había nacido en un pequeño pueblo en las afueras —cuyo nombre no logro recordar. Su madre, ya retirada, había sido una especie de jueza durante el periodo anterior, por lo que tenían un buen pasar. Tenía una nueva pareja, con quien ella se crio. De su padre no hablaba mucho; no estaba presente. Esas historias que arrastran silencios, de tiempos complicados.

Luego se mudó a un departamento propio, entre la ciudad y Peterhof, que luego pude conocer, tenía una guitarra y otras cosas raras. También su familia tenía una dacha —una casa de fin de semana—, esas residencias rurales tan típicas en Rusia. Allá son casi una institución cultural: sirven para escapar de la ciudad, cultivar alimentos, disfrutar del aire libre. En su caso, la usaba para descansar en verano o ir con amigos.

Retrato: Daria es rubia, de cabello rizado y ojos celestes como los de un husky siberiano. Alta, diría 1,70. Recuerdo una foto de su infancia que me envió, vestida de zarina; claramente los tiempos habían cambiado.
Es simpática y misteriosa. Como dije al principio, le cuesta hablar de su vida privada, quizás por su historia familiar, pero una vez que se suelta tiene una picardía e ironía muy particular.
Fanática de Natalia Oreiro —“Natasha”, como la llaman allá— y de un músico ruso llamado Noize MC, que me presentó y terminé escuchando mucho. Es una mujer libre, independiente, de mente abierta; nada que ver con el machismo y la homofobia que todavía existen allá. Creo que muchos jóvenes rusos piensan como ella, más allá del gobierno de turno.

También es curiosa del mundo como yo. Viajó a Turquía, Georgia, España, Emiratos Árabes, siempre hablamos de eso; incluso hizo el Camino de Santiago con amigos. Justamente viajó esa semana en que la conocí en persona. Sí, estuve en Rusia.

La buena onda fue tanta que en 2013, sin esperarlo, me llegó un sobre —enviado en 2012, pero demorado por aduanas— con una carta escrita a mano en español y ruso, y una postal.
La envió con motivo de las fiestas. Aunque la Navidad allá no se celebra demasiado, fue un gesto navideño, deseándome además un feliz año nuevo. Para mí fue un montón. Recibir una carta, algo tan en desuso, y encima desde Rusia, distinto si es en persona que también es lindo, pero la distancia suma algo, me pareció un gesto dulce, cuidado en su simpleza y sobre todo una muestra de aprecio.
Cómo algo tan simple como una carta puede contener tanto sentimiento. Tomarse el tiempo de escribirla y enviarla. La ansiedad de la espera. Algo sólido entre lo efímero de la mensajería instantánea.
Por entonces hablábamos mucho, y era notable cómo mejoraba su español. Por supuesto, fui latinizando su acento —le gustaba más hablar español latino.

Hablábamos de sueños. Queríamos conocer el país del otro. En 2014, nuevamente sin esperarlo, me llegó otro paquete (también trabado en aduanas): un libro en español sobre San Petersburgo y otra postal con una dedicatoria personal. Ese día le escribí y le prometí que en 2016 iría a visitarla. Muy optimista lo mío. Llegué dos años después, en 2018 (la aduana me demoró, digamos).

Recuerdo que participó como voluntaria en los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi 2014. Me envió fotos, y claro, me dieron ganas de estar allí.

El viaje.
En 2017 empecé a planear un gran viaje por Europa para el año siguiente, 2018. En principio iba a ser un mes, pero terminaron siendo tres (pronto un post contando esa gran experiencia). Gran parte de mis crónicas vienen de ese viaje; debería reunirlas algún día (¿se viene libro?).

Así, ampliando el itinerario, pensé: ¿por qué no llegar hasta Rusia y cumplir esa promesa a Daria? Comencé a hablarle de la posibilidad; ella siempre con las puertas abiertas, aunque con cierta incredulidad. Le parecía una locura.

Por entonces, Rusia era sede del Mundial 2018. El viaje ya de por sí era intenso, pero ese condimento lo hacía aún más especial. Daria, que al principio no estaba tan entusiasmada con el mundial, terminó cayendo también en las redes del fútbol, alentando a Argentina y a Rusia, que tuvo un gran torneo. Los rusos parecían latinos, cómo festejaban.

El día anterior a mi llegada, estábamos en Atenas viendo el partido Argentina–Francia. Nos eliminaron. Tremendo ida y vuelta. Por suerte el fútbol da revancha… y qué revancha (¿por ahí escuché decir tricampeón?).

Llegamos a Rusia en medio de un Mundial sin Argentina. Primero Moscú, luego San Petersburgo, donde vivía Daria. Ella estaba por viajar a hacer el Camino de Santiago, pero logramos vernos.

Tras dejar las cosas en el hotel, nos dirigimos al shopping “Galería” (Галерея), en pleno centro, cerca de la estación de trenes. Allí estaba ella, haciendo unas compras. Recuerdo haberle dicho que en Argentina, cuando queremos a alguien, nos damos un beso y un abrazo, nada de saludos de lejos o apretones de manos frios.

Recuerdo estar con el celular con poca batería esperando, y al girar veo esos ojasos celestes de esta rusa hermosa, como Husky siberiano, buena onda, con sus brazos abiertos y un abrazo súper cálido, como si ayer hubiéramos estado tomando mates, con una sonrisa que borró toda distancia.
Obvio había nervios, todo era extraño. Yo, un rosarino en Rusia (bueno, estaba Messi y Di María por ahí también), pero a esa altura del viaje todo parecía natural.

Hablamos hasta cansarnos. Caminamos por la ciudad. Ella fue mi guía y una cómplice, mostrándome avenidas eternas, palacios y bares escondidos. Su español era casi perfecto, pero más que las palabras importaba la buena vibra y conexión.

Recorrimos la Nevsky Avenue, esa calle infinita cargada de historia, mezcla de pobreza y grandeza, de puentes, museos y librerías. El ensayista estadounidense Marshall Berman, en su libro “Todo lo sólido se desvanece en el aire” incluyó un capítulo sobre la ciudad de San Petersburgo, señalando allí que la avenida Nevski era -en la práctica- el único espacio público de la ciudad que no estaba dominado completamente por el poder, primero zarista y luego comunista, debido a la continua interacción de gente de diversos orígenes y entornos formando un microcosmos de la sociedad rusa, permitiendo la experiencia de contrastar y reflexionar sobre la situación de Rusia.

En un momento pasamos por un barrio, y Daria me dijo: “Aquí hay bares, música… y pasan cosas raras”. “¿Raras cómo?”, pregunté. “Cosas raras”, respondió, sonriendo. Luego entendí: era una zona de cabarets, algunos con las puertas abiertas las 24 horas.

Más adelante llegamos al Museo del Hermitage. La tarde comenzaba a caer y el edificio resplandecía con una luz dorada, como si el sol se resistiera a abandonar sus columnas. Los turistas se mezclaban con los artistas callejeros, y el aire tenía ese tono suspendido entre el arte y la historia, entre lo real y lo que solo puede sentirse. Le tomé una foto ahí, con el museo detrás: su mirada parecía parte de la escena, como si hubiera estado pintada siglos atrás en una de esas salas.

Fue ella quien me contó que al día siguiente la entrada sería gratuita. Lo dijo con esa naturalidad suya, como quien comparte un pequeño secreto del universo. Y por supuesto, lo aprovechamos.

Caminamos hasta que las noches blancas comenzaron a caer. Finalmente llegamos a la estación de metro Gor’kovskaya. Ella debía continuar su camino. No recuerdo por qué no tomé el metro con ella; quizá pensé que estaba cerca del hotel y no me perdería. (Spoiler: me perdí).

Antes de despedirla, saqué de la mochila algunos regalos: una guía de Rosario, un paquete de yerba mate (el único que llegó intacto, aunque casi me detienen por eso en Moscú), y mi camiseta de Argentina. No una cualquiera: la del Mundial 2006, la que me había regalado mi padre, algo muy personal que no estaba pensado, pero por el contexto ameritaba.

Tiempo después me mandó una foto, en un tramo del Camino de Santiago, con esa camiseta puesta. Me emocionó.

La despedida fue un abrazo inmenso, con esa mezcla de certeza e incertidumbre: no sabíamos si habría otra oportunidad, pero ambos entendíamos que lo vivido ya era suficiente para que quedara guardado. Quedo una linda sensación, que más allá de la gran distancia y de lo loco o remota que parezca la posibilidad, nos volveremos a ver.

Hoy Daria sigue viajando. Hace un tiempo estuvo en Ámsterdam, en Barcelona y en Dubái. Hablamos siempre para saber en que anda el otro. El hilo está.

Antes de ayer hable con ella: está bien, trabajando mucho, ahorrando para viajar. Está pensando viajar el año que viene. Quien dice, quizás esos mates prometidos en tierras argentinas estén cada vez más cerca.

Por lo pronto este mes fue su cumpleaños 31 y le regalo esta crónica de nuestra historia compartida, un retrato de esa muñeca rusa que apareció en mi vida y la hizo más grande.

“Иногда самые короткие встречи остаются навсегда.”
Inogdá samyye korotkiye vstrechi ostayutsya navsegda.

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